EL
ÁGUILA QUE NO QUERÍA VOLAR
James Emman Kwegyir Aggrey (October
18, 1875 – July 30, 1927). Intelectual, misionero y profesor.
Cuando no queda otro
remedio que saltar
Hace siglos que vivió un
rey muy poderoso al que le gustaban mucho los pájaros. No solo le gustaban, ¡le
fascinaban!
En su palacio tenía un
jardín enorme donde vivían miles de ellos, algunos en jaulas de oro y otros,
los más domesticados, libres. Unos eran especiales por sus colores y otros por
lo bien que cantaban; unos eran tan grandes como un hombre y otros tan diminutos que cabían en el bolsillo
del primer ministro; unos tenían plumas suavísimas y otros hablaban como tú.
Cuando el rey no estaba
gobernando, se pasaba las horas en su pequeño paraíso alado. Todos aquellos
pájaros le hacían muy feliz.
¿Todos? Casi todos…
Había uno que no sabía
cantar ni hablar. Sus plumas eran ásperas y de un sucio color parduzco. Se
pasaba las horas quieto en una rama, sin hacer nada. Era un águila.
—Mi señor, ¿por qué la
tenéis si no sirve para nada? —le preguntó una tarde su criado más joven.
—El sultán de Oriente me la
regaló cuando era un polluelo… ¡Me aseguró que nunca vería un pájaro que volara
tan alto! Pero ha pasado más de un año y nunca se ha movido de esa rama, ni de noche
ni de día. ¡No lo comprendo! Durante todo aquel
tiempo, el servicio
le había dado la mejor
comida, protegían al águila de las tormentas en un cobertizo
especial y también
recibía los cuidados de un veterinario experto. Los
criados le hablaban con cariño y los músicos de palacio tocaban solo para ella.
Pero nada servía para que
el ave regalada por el sultán levantara el vuelo, así que el rey hizo venir a
entrenadores de todos los rincones del mundo.
«El águila está feliz y
sana. Pero le falta otra más veterana que la enseñe», le dijo el primero.
El rey trajo a la más vieja de todo el reino.
El joven aguilucho la miraba elevarse desde la
rama, muy contento y quieto, hasta que la mayor se cansó de volar para él y desapareció.
El segundo entrenador dijo:
«Yo le enseñaré a volar». Para ello se subió al árbol y se lanzó atado a unas
cuerdas. Una vez, dos y tres. Una mañana, las cuerdas fallaron y se estrelló
contra el suelo, rompiéndose los dos brazos y una pierna. El águila ni se
movió.
Siguieron viniendo
instructores de todos los rincones
de la Tierra, porque
el rey pagaba muy bien. Ninguno
conseguía que el águila volara.
El rey perdió sus esperanzas y mucho
dinero.
—Tendré que matarla
—le dijo una mañana a su joven criado—. ¡Es un mal ejemplo para todas mis aves!
El criado, que le había
cogido cariño al pájaro, le pidió una última oportunidad. El rey se la dio, convencido de que no lo conseguiría. Como era un buen
criado que trabajaba mucho, quería que estuviera contento.
Al mediodía, el rey fue llamado al
jardín.
¡Casi se le cayeron los
ojos del asombro! No podía creer lo que veía… Su águila era ahora la reina del cielo. Volaba entre las nubes
y sus alas casi tocaban el sol.
—¿Cómo lo has hecho? ¡Si todos los
expertos fracasaron!
—Fue
fácil, majestad… —contestó sonriendo—. Corté la rama.
Desde entonces, el águila
vuela tan alto que, según cuentan los sabios, puede verse desde los reinos lejanos.